El primer viaje a China en una máquina del tiempo. Luces y sombras en El anacronópete de Enrique Gaspar y Rimbau

Issue 8 (Spring 2019), pp. 1-27

DOI: 10.6667/interface.8.2019.68

 

El primer viaje a China en una máquina del tiempo. Luces y sombras en El anacronópete de Enrique Gaspar y Rimbau

Rachid Lamarti

Tamkang University

Abstracto

Nadie discute a Herbert George Wells (1866-1946) como uno de los precursores de la moderna literatura de ciencia ficción. Su celebérrima La máquina del tiempo, además, le otorgó en 1895 el blasón de inventor literario de la máquina del tiempo. Sin embargo, contra la opinión general, la patente de esa invención no pertenece (al menos en exclusiva) a H. G. Wells. En 1887, es decir, ocho años antes de La máquina del tiempo, se publicó en Barcelona El anacronópete de Enrique Gaspar y Rimbau (1842-1902).

Este artículo se centra en dos de las anticipaciones de El anacronópete: la pionera fabulación de una máquina de retroceder en el tiempo y el primer viaje a China a bordo de una máquina así. También analiza las causas por las que El anacronópete no ganó altura, así como la nula visión de futuro de Enrique Gaspar: ¿por qué a las puertas de hacer historia recogió el paso y volvió a la fila?

Palabras clave: El anacronópete, Enrique Gaspar y Rimbau, ciencia ficción, viaje en el tiempo, máquina del tiempo, primer viaje a China en una máquina del tiempo.

Abstract

Herbert George Wells (1866-1946) is indisputably one of the forerunners of modern science fiction literature. In addition, his famous work The Time Machine, published in 1895, earned him the accolade of the literary inventor of the time machine. However, despite the common opinion, the patent of that invention does not belong (at least, not exclusively) to H. G. Wells. In 1887, that is, eight years before The Time Machine, El anacronópete of Enrique Gaspar y Rimbau (1842-1902) was published in Barcelona.

This article focuses on two features anticipated by El anacronópete: the pioneering invention of a machine going back in time, and the first trip to China on board such a machine. It also analyzes why El anacronópete did not earn wider recognition, as well as Enrique Gaspar’s null vision of the future: why did he shy away at the point when he was about to make history?

Keywords: El anacronópete, Enrique Gaspar y Rimbau, Science Fiction, Time Travel, Time Machine, First Trip to China in a Time Machine.

La historia comete injusticias con regularidad. Rara vez abjura o rectifica, pero si lo hace, arrepentida o puesta en evidencia, acaba readmitiendo en su curso a la víctima del histórico agravio. Valga el ejemplo de Nikola Tesla, o en el campo de la otra ciencia, la de ficción, el de Enrique Gaspar y Rimbau.

El anacronópete no pasó del todo desapercibida entre los coetáneos de Enrique Gaspar. El protagonista del cuento de Bertrán Rubio Un invento despampanante (1906) se jacta de que «ni el fonógrafo, ni el telégrafo sin hilos, ni el Anacronópete del malogrado Gaspar» resistirían la comparación con su «Psico-kinos-fono-fotocromógrajo instantáneo y reversible» (Bertrán Rubio, 1906, p. 426). Con todo, pocos años después, El anacronópete y su autor habían hecho mutis por el foro. No reaparecerían hasta finales del siglo XX.

Salió El anacronópete en la colada gracias a Saiz Cidoncha (1988), Santibáñez-Tió (1995) y Ayala (1996), adalides del pronunciamiento para impugnar el blasón de H. G. Wells y entronizar a Enrique Gaspar como verdadero artífice de la primera máquina del tiempo.[1] Su reivindicación no cayó en saco roto y El anacronópete se reeditó a principios del siglo XXI.

Conviene aquí, antes de proseguir, relativizar la gesta de Enrique Gaspar: el anacronópete va sólo hacia el pasado. Al principio de la novela, escudándose contra posibles críticas u objeciones a su invento, don Sindulfo arguye que el retroceso en el tiempo representa «el más arduo problema que hasta hoy registran los anales científicos» y niega que adelante sea la clave del progreso (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 12). Tales argumentos, obviamente, no invalidan el concepto de futuro ni lo excluyen de la matriz del tiempo. He ahí que el anacronópete cojea: falto de futuro, es una máquina del tiempo a medias o demediada o media máquina del tiempo. El nombre de máquina de retroceder en el tiempo sería mucho más congruente con su unidireccionalidad.

Dicho esto, nótese que la novela de Wells tampoco presenta una acabada máquina del tiempo. Es la suya el reverso del anacronópete: una máquina de avanzar en el tiempo.[2] La nave española[3] es de retrospección y la británica, de prospección. Sólo juntando ambas se obtendrá una máquina del tiempo completa, capaz de viajar tanto al pasado como al futuro. H. G. Wells y Enrique Gaspar comparten así méritos y una patente que en el siglo XX produjo máquinas para viajar por el tiempo tan alucinantes como el DeLorean de Regreso al futuro, la Tardis del Doctor Who o la cápsula con la que Trunks salva a Son Goku de una aciaga cardiopatía en Bola de dragón.

Es sintomático que el anacronópete vaya en sentido contrario al de la máquina del tiempo de Wells. La literatura es un espejo. Se miran (y se reconocen) en ella pueblos, culturas, civilizaciones, etcétera; refleja idiosincrasias, visiones del mundo, ideales. El anacronópete y La máquina del tiempo, navegando en direcciones opuestas, uno hacia atrás y la otra hacia delante, cobran tono de parábola si se compulsan con la realidad de las naciones donde se incubaron: a bordo del anacronópete, el decadente imperio español, preocupado por las causas del presente, glorifica el pasado; a los mandos de la máquina del tiempo de Wells, el pujante imperio británico, calculando los efectos del presente, apunta al futuro.

El anacronópete se rinde al pasado o le rinde culto. Enrique Gaspar estriba el busilis del presente en el pasado, adonde opina debe mirarse y no al futuro. Al pasar el anacronópete por China, por ejemplo, se critica a los arrogantes que desprecian lo antiguo, lo anterior o lo pretérito y se escarnece a aquellos que desdeñan a sus predecesores. El soberano Hien-ti[4] pide a los anacronóbatas pruebas de que vienen del futuro, y Benjamín, seguro de asombrarlo con el arte, la tecnología y la ciencia que transportan, sale trasquilado: los chinos del siglo III igualan (y a veces aventajan) a los europeos del siglo XIX. Cuando Hien-ti les muestra un ejemplar impreso y «ricamente encuadernado» de las Analectas de Confucio, cunde el estupor y a Benjamín se le apoca y encoge el «orgullo europeo» (Gaspar y Rimbau, 2005, pp. 134-135).

1 El viaje en el tiempo

La ciencia ficción nace en el siglo XIX auspiciada por el darwinismo, el progreso tecnológico e inventos como el barco de vapor, la locomotora, el generador eléctrico, la lámpara incandescente, el teléfono, etcétera. Poesía, literatura y ciencia no rara vez concurren, paralelan o se influyen: poetas que se inspiran en hipótesis científicas y científicos cuyas ecuaciones derivan de un poema; poetas científicos y viceversa que alternan ciencia, ficción y poesía. Ramón y Cajal leía a Julio Verne con fruición, e incluso dejó esbozado un cuento de fantasía especulativa titulado La vida en el año 6000 (Hesles, 2013). Tampoco a Ramón y Cajal se le ocurrió vehículo mejor que el sueño para viajar en el tiempo.

Ciencia y literatura practican la elucubración a partir de intuiciones imaginativas. Tales elucubraciones producen por igual teorías científicas y poemas o textos literarios. Unas veces la literatura se adelanta a la ciencia (De la Tierra a la Luna, de Julio Verne); otras veces, la ciencia se anticipa.

La especulación científica es, a menudo, mucho más extraña y absurda que cualquier cosa soñada por los escritores de ciencia ficción. Citaré como testimonio la historia de los miniagujeros negros, que se presentó en artículos científicos serios y, después, fue recogida por la ciencia ficción. (Barceló, 2000, p. 12)

Hasta principios del siglo XX el tiempo era absoluto, universal y separado del espacio. Einstein lo relativizó, lo anudó al espacio y en un arranque de lirismo lo asimiló a un río que serpea por el universo, acelerándose y ralentizándose entre planetas, estrellas y galaxias (Kaku, 2009). Einstein tenía mucho de poeta y su célebre equivalencia entre masa y energía efunde poesía. No en vano a las teorías de la relatividad subyace un postulado esencialmente poético: el tiempo es sensible. La poesía adopta incontables formas, vías o medios de reducción y formulación: palabra, álgebra, pintura, química, música, etcétera. Einstein la redujo a matemática: E=mc². Tras un atisbo próximo al suyo, Gabriel García Márquez en Cien años de soledad (1999, p. 546) columbró que puede el tiempo astillarse y eternizarse, o concentrarse «un siglo de episodios cotidianos […] en un instante».

Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada. (García Márquez, 1999, p. 470)

En el antológico final de Cien años de soledad el tiempo se desovilla a saltos pasado adelante hasta el segundo en que Aureliano Babilonia comienza «a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado» (García Márquez, 1999, p. 547).

Deutsch & Lockwood (1994) aseguran que las leyes de la física (a veces tan contrarias al sentido común) admiten el viaje en el tiempo, lo cual, ciertamente, no es decir mucho o es lo mismo que decir que la química cuántica advera la crisopeya. Las teorías general y especial de la relatividad, especulativamente y a diferencia de otras teorías, posibilitan viajar en el tiempo. Los relojes atómicos corroboraron que el intervalo entre dos sucesos depende del movimiento: a mayor velocidad, menor espacio de tiempo. Navegar por el espacio a un ochenta por ciento de la velocidad de la luz lentificaría el tiempo a tal extremo que al regresar a la Tierra habría transcurrido una eternidad (Davies, 2002). El problema, a efectos prácticos y en consonancia con otras teorías, reside en que los cuerpos provistos de masa no pueden viajar a velocidades cercanas (ni mucho menos superiores) a la de la luz.

El descubrimiento de partículas subatómicas capaces de retroceder en el tiempo llevó a especular con la reversión a nivel cuántico de procesos físicos ocurridos. Tales suposiciones enseguida toparon con el principio de incertidumbre de Heisenberg (Heisenberg, 1985; Navarro Faus, 2012), a saber: la imposibilidad de predecir simultáneamente la posición y el momento lineal de una partícula. Mientras no se salve ese escollo no habrá manera de devolver el color y la sazón a una manzana podrida.

De acuerdo con la física conocida, dentro de los límites de inverosimilitud inherentes a la propia idea de viajar en el tiempo, la máquina de Wells es más factible que la de Enrique Gaspar. Ignoto y abierto, el futuro ofrecería, además, la curvatura suficiente para ir y volver; el pasado, en cambio, fijo y concluso, privado de curvatura, no permitiría el tornaviaje, salvo (quizá) a través de un agujero de gusano[5] (Davies, 2002).

Viajar al pasado con el anacronópete daría lugar, por otro lado, a paradojas temporales. Recuérdese el cuento de nunca acabar del crononauta que viaja al pasado y asesina a su abuelo antes de que éste engendre a uno de sus progenitores. En tales circunstancias, el crononauta no llegará a ser y no viajará al pasado para asesinar a su abuelo, quien estará así en perfectas condiciones de tener un hijo o una hija que lo engendre, con lo que el crononauta podrá viajar al pasado para asesinar a su abuelo, etcétera.

A priori, sólo la retrospección (y no la prospección) causaría paradojas temporales. Un viaje al futuro en la máquina del tiempo de Wells no afectaría a la actualidad, por cuanto el futuro carece de ascendencia sobre el presente. Al fin y al cabo, es el futuro el que desciende del presente y no al revés: viajar al futuro consistiría en llegar antes o en menos tiempo, es decir, en acelerar la inercia natural de los acontecimientos, moverse, por ejemplo, a una hora por segundo. Ahora bien, sopésense los efectos retroactivos del siguiente viaje al futuro: el crononauta entra en una librería, toma un poemario, lo lee, le fascina, lo fotografía a escondidas, regresa a su tiempo, copia los poemas en un cuaderno. Décadas después su nieto encuentra el cuaderno en un arcón del desván. Lo lee, se maravilla y decide publicar bajo pseudónimo el mismo poemario que un día su abuelo descubrirá en una librería. Por descontado, la poesía es un misterio; mas un caso así agigantaría el misterio o lo volvería infinito: el origen de esos poemas constituye un uroboros, una pregunta abismal y sin salida.

Stephen Hawking en Brevísima historia del tiempo (2005) soluciona tales aporías con un golpe de determinismo: «el pasado y el futuro están predeterminados» (p. 121). El presente asumiría las consecuencias del viaje al pasado, o más aún: sería tal cual es gracias a ese viaje. Con todo y en previsión, por si el golpe fallase, Hawking había apostado por la teoría de los universos múltiples: viajando al pasado, se crearía un nuevo universo, donde la presencia y las acciones del crononauta no (re)configurarían el presente original, sino que configurarían otro nuevo. Este subterfugio rima con las teorías cuánticas de Richard Feynman, para quien el universo no narra una única historia, sino todas las posibles (aunque de probabilidad variable) y a la vez (Mlodinow, 2003).

2 El anacronópete por dentro

El sistema anacronopético y la teoría del tiempo de Enrique Gaspar se basan en las ideas del astrónomo Camille Flammarion, cuyas investigaciones versaron sobre topografía lunar y marciana, dinámica de las estrellas, fluctuaciones solares, etcétera: «El universo material produce medida y tiempo con sus movimientos» (Flammarion, 1874, p. 117). Conforme a tales pretensos, el inventor del anacronópete, don Sindulfo García, encadena premisas, conclusiones y razonamientos: la Tierra se mueve para hacer tiempo, destilándolo en sentido contrario a su rotación, es decir, de Oriente a Occidente (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 18); el tiempo es atmósfera y también movimiento incesante (Gaspar y Rimbau, 2005, pp. 19-20); en la inmovilidad no hay antes ni después (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 22).[6]

Sea como fuere, si bien El anacronópete se rige según las leyes de Flammarion, fue Julio Verne quien lo inspiró. Acicateado por el éxito de sus odiseas fantásticas, Enrique Gaspar quiso emularlo y componer su propia versión de La vuelta al mundo en ochenta días, trocando daifas, elefantes, globo aerostático, la India y un viaje alrededor del mundo por prostitutas francesas, una momia, el anacronópete, la China y una aventura si cabe más espectacular: un viaje atrás en el tiempo.

Las hipótesis del famoso Julio Verne tenidas por maravillas eran verdaderos juguetes de niño ante la magnitud del invento real del modesto zaragozano […]. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 8)

Sabedor de que el musical de La vuelta al mundo en ochenta días triunfaba a la sazón en París, Enrique Gaspar concibió El anacronópete como zarzuela en dos actos y tres cuadros (Uribe, 1997). Pocas obras más audaces podían plantearse a finales del siglo XIX que una zarzuela de ciencia ficción. Por desgracia, ningún teatro le abrió las puertas. Para los productores teatrales españoles El anacronópete resultaba desaforado, asaz heterodoxo, irrepresentable. Tampoco se acomodaba al gusto del público español de la época. Una zarzuela sobre una máquina que retrocedía en el tiempo, irónicamente, se adelantaba demasiado a su tiempo.

Enrique Gaspar no se desalentó, se sobrepuso y refiguró El anacronópete en novela sui géneris: una zarzuela novelada. El humor folletinesco y sainetero, unos personajes guiñolescos, enredos y peripecias hilarantes, mestizas de absurdo, sátira y astracán así lo delatan.[7] Sus páginas rebosan, verbigracia, chistes dignos de las comedias de Jardiel Poncela o Alfonso Paso.

–[…]En los griegos se ha observado que, bien sea por los métodos de Pelasgo, de Cécrope o de Cadmo; participa aunque a lo oriental de dos especies; porque cuando escriben muchas líneas vuelven de derecha a izquierda. Esta dirección es la que empleaban los Hunnos.
–¿Y los otros?
–Hablo de los Hunnos, hoy zikulos de la parte de la Transilvania.
–¡Ah! Sí. Adelante, no los conozco. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 185)

La guasa de Enrique Gaspar, aneja a la socarronería y el acervo españoles, oscila entre el sarcasmo de Quevedo, el esperpento de Valle Inclán, las anfibologías de Gómez de la Serna y el humor chusco de los tebeos.

–Dominus vobiscum –le dijo al senador–. Brindo para que usiam reventatur como un perri de una indigestionem de morcillam. Salutem y sarnam. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 200)

A la ridiculez de las situaciones y de la propia trama se suman unos dramatis personae caricaturescos:[8] Benjamín persuade a la reina Isabel la Católica de prestar oídos a Cristóbal Colón y patrocinar su empresa; a don Sindulfo lo escupe el Vesubio (a cuyo cráter lo habían arrojado por cristiano felón) como un hombre bala de circo y se cuela encestado por una de las tuberías neumáticas del anacronópete; los anacronóbatas están a punto de morir de inanición cuando por las escotillas de la nave entran el maná y las codornices que Dios hizo llover sobre el desierto de Sin; en el siglo III, don Sindulfo se reencuentra con su esposa Mamerta, de quien había enviudado años atrás (o adelante, según se mire), reencarnada en una emperatriz china.[9] Mención aparte merece King-seng, apuesto maestro de ceremonias de la corte de Hien-ti, a quien don Sindulfo se dirige en latín «por si las humanidades habían llegado hasta el celeste Imperio» (p. 145). King-seng es el primer chino laísta de la historia.

Hace como diez lunas que llegó de occidente un hombre fugitivo. Oculto en Honan encontró medio de ponerse en contacto con la emperatriz Sun-ché, la esposa mártir del opresor. Lo que la dijo lo ignoro… (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 146)

La misión del anacronópete es asimismo ridícula, tanto la declarada y falsa como la encubierta y auténtica. La que don Sindulfo finge en público recuerda el delito de elación cometido por los constructores de la torre de Babel: «acercarnos más a Dios» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 16). Huelga decir que don Sindulfo miente como lo que es (el lector lo comprobará enseguida): un bellaco. Él y su adlátere Benjamín albergan otro propósito: apoderarse del secreto de la vida eterna. Aquí se cifra la gran broma de la novela. Ese secreto, el de la inmortalidad, está en manos de una muerta. Don Sindulfo, genio a todas luces, y Benjamín, erudito campeador, absurdamente, esperan aprender a no morir de una emperatriz china fallecida en el siglo III cuya momia han comprado de saldo en la liquidación de un museo particular.

En cualquier caso, don Sindulfo oculta otras y deshonestas intenciones. Al inventor lo empuja la libídine: un lascivo deseo por su sobrina Clara. Rechazado y sabiéndola enamorada de Luis, capitán de los húsares y también sobrino suyo, don Sindulfo urde un plan de locos: retroceder lo que haga falta hasta alguna de las épocas en las que el hombre podía imponer su voluntad a la mujer que se le antojase.

3 El anacronópete frente a La máquina del tiempo

Imaginar en el siglo XIX una máquina capaz de ir al pasado o al futuro y novelarlo era cuestión de tiempo; como en el siglo XX lo fue fabular encuentros en la tercera fase. El ser humano ha fantaseado con viajar en el tiempo, volar, la invisibilidad, teletransportarse o la juventud eterna desde que aprendió a soñar, si no aprendió a soñar con esos sueños. Viajar en el tiempo no era novedad en el siglo XIX. Se había viajado mucho en el tiempo a través de la magia (El ejemplo XI del Libro del Conde Lucanor: De lo que contesçió a una deán de Sanctiago con don Yllán, el grand maestro de Toledo), con ayuda de los dioses (la leyenda japonesa de Urashima Tarō [浦島太郎]) o mediante el sueño (Los siete durmientes de Éfeso).[10]

La mayor originalidad de Wells y de Enrique Gaspar radicó en concebir un viaje en el tiempo por medios no mágicos, sino tecnológicos: a bordo de una máquina. El anacronópete y La máquina del tiempo cumplen así uno de los principios básicos de la ciencia ficción: el conocimiento y la técnica desbancan a magos, dioses y demonios;[11] las ciencias (no infusas ni ocultas o sobrenaturales) sustentan la narración (Ayala, 1996). El anacronópete funciona con electricidad, energía limpia y ecológica, y no por brujería; escobas autómatas en vez de duendecillos mantienen el suelo pulcro; y el fluido García, administrado mediante descarga, contrarresta los efectos rejuvenecedores y de anonadación del retroceso en el tiempo.[12]

Las máquinas de H. G. Wells y de Enrique Gaspar divergen en hechura y en tamaño. En el anacronópete, «monstruoso aparato» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 13), «inmensa mole» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 32), «una especie de arca de Noé sin quilla» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 65), viajan los anacronóbatas: don Sindulfo, Benjamín, Clara, Juanita, doce meretrices francesas y diecisiete marciales polizones; la máquina del tiempo de Wells, por el contrario, cabe en un cuarto, se asemeja a un sillón y dispone de espacio para un tripulante único: el Viajero a través del Tiempo.

Constaba el Anacronópete, como hemos dicho, de un podio o basamento sobre el que descansaba el suelo de la bodega, y en el espesor de cuyo muro veíanse empotrados los escalones que daban acceso al portón, única entrada del vehículo. La forma de éste era rectangular. En sus ángulos erguíanse cuatro formidables tubos correspondientes a los aparatos de desalojamiento que, con sus bocas retorcidas en dirección de los puntos cardinales, parecían otros tantos enormes trabucos arqueados en figura de 7. En el piso principal y corriendo por sus cuatro lados, circulaba una elegante galería cuya puerta, como todas las demás aberturas del locomóvil, quedaba herméticamente cerrada en viaje. Un inmenso disco de cristal, rasante por cada viento a la pared, servía a los viajeros para desde el interior y con el auxilio de potentes instrumentos ópticos, contemplar el paisaje y rectificar la orientación durante la marcha. Dos frontones coronaban los testeros ostentando en sus tímpanos el nombre del coloso y sosteniendo en sus caballetes la cubierta en plano inclinado, así dispuesta para las paradas; pues en movimiento –navegando por el vacío– ni había que cuidarse de los desagües ni precaverse contras las afecciones atmosféricas. (Gaspar y Rimbau, 2005, pp. 64-65)

Inventariar piezas, mecanismos y dispositivos caracteriza la ficción científica literaria, muy dada a los engranajes, las poleas, las turbinas, las válvulas, los motores, los gases cinéticos, las cámaras de hibernación, etcétera. El anacronópete prefigura o anticipa mejor que La máquina del tiempo esa tendencia a la especificación minuciosa. El detallismo vérnico de Enrique Gaspar contrasta así con el deliberado laconismo de H. G. Wells. Por otro lado, los materiales con los que está fabricada la máquina del tiempo de Wells (níquel, marfil, cuarzo, etcétera) evocan un elegante y fino mueble más que un artificio de ingeniería mecánica.

Tenía partes de níquel, de marfil, otras que habían sido indudablemente limadas o aserradas de un cristal de roca. La máquina estaba casi completa, pero unas barras de cristal retorcido sin terminar estaban colocadas sobre un banco de carpintero, junto a algunos planos; cogí una de aquéllas para examinarla mejor. Parecía ser de cuarzo. (Wells, 2009, p. 7)

El anacronópete partía con ventaja respecto a La máquina del tiempo: se había publicado ocho años antes y estaba escrita a imagen de las populares aventuras de Julio Verne. El desenlace, sin embargo, fue otro, contra pronóstico y desventurado: El anacronópete naufragó en seco.

H. G. Wells y La máquina del tiempo eclipsaron a Enrique Gaspar y El anacronópete, por la fama y la mayor calidad literaria del primero,[13] pero también por lo natural que resulta asociar la máquina del tiempo a una novela titulada La máquina del tiempo. Cualquier artefacto que viaja atrás o adelante en el tiempo se llama hoy en español máquina del tiempo y no anacronópete. Enrique Gaspar no resistió la tentación[14] de acuñar un neologismo con raíces griegas.[15] H. G. Wells prefirió un título diáfano, menos rimbombante, más efectivo, cuya lectura desvela sin trampa ni cartón la verdad del libro.

Pese a haber perdido el duelo con H. G. Wells, Enrique Gaspar fue sin duda pionero por partida triple: (i) imagina el primer prototipo literario de máquina del tiempo: una nave que retrocede en el tiempo; (ii) relata el primer viaje a China en una máquina de retroceder en el tiempo; y (iii) describe por primera vez el salto al hiperespacio, anticipándose a la propia acuñación del término hiperespacio y mucho antes de que el Halcón Milenario lo popularizara.[16]

Aquello era horrible; las alternativas de luz y sombra se sucedían como las vibraciones de un timbre eléctrico en que la transición del sonido al silencio no deja espacio perceptible. (Gaspar y Rimbau, 2005,p. 224)

4 Ciencia ficción, literatura de viajes y sinología

El anacronópete abusa de los incisos. Hombre culto, curioso y de mundo, Enrique Gaspar enjareta digresiones sapienciales y extranjerismos sin son para (diríase) proyectar una imagen docta de sí mismo a la par que cosmopolita. Así, agolpa palabras en chino:[17] tie tséé, fei-sin, siepu-tsin, te-tsui, ki can, yeu-mau, tai-man, y dicta conferencias (no siempre pertinentes y a ratos estorbosas) con las que se resiente el ritmo narrativo.[18] En el capítulo XVII, por ejemplo, las nubes tapan la luna y a Benjamín se le apaga la luz mientras desencripta un quipus. El número de ventriloquía representado a continuación es soberbio. Enrique Gaspar pone en boca de Benjamín casi todo su conocimiento sobre la historia de la escritura, desde la traza: «por línea perpendicular, por orbicular o redonda y por horizontal» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 182) y a lo largo de ocho páginas. Quizá ello habría armonizado mejor en Viaje a China,[19] relato epistolar sobre las maravillas y los horrores que Enrique Gaspar presenció entre 1878 y 1885, durante sus consulados en Macao y Hong Kong.[20]

La más prolija de las lecciones que se imparten en El anacronópete se titula «Un poco de erudición fastidiosa pero necesaria» y versa sobre China. Este capítulo, preámbulo a las peripecias de los anacronóbatas en el Imperio del Cielo, epitoma las doctrinas taoísta, confucionista y budista, resume la historia de la filosofía china y compendia las enseñanzas de los antiguos pensadores chinos, desde Lao-tseu[21] hasta Meng-tseu,[22] sin olvidarse del Y-king,[23] «enciclopedia puesta en orden por Fo-hi,[24] en quien los historiadores creen reconocer a Noé después de que salió del Arca» y «filosofía más remota del Celeste Imperio» (p. 109). Al sintetizar la doctrina de Lao-tseu (dominio de los sentidos, apaciguamiento de las pasiones, ascetismo, inacción, etcétera), Enrique Gaspar parangona el taoísmo con el cristianismo: Lao-tseu se le asemeja a Jesucristo por su lenguaje, por la tibia sabiduría que desprende.[25] Comparar a Laozi con Jesucristo o identificar a Fuxi con el Noé posdiluviano, sin embargo, no es excesivo ni tampoco estrambótico. Enrique Gaspar procede según lo prescrito por Epicteto: juzgar lo ajeno a través de lo propio, prescripción acatada por toda la literatura de viajes y los comentaristas de lo exótico. Siguiendo esa directriz, en pleno éxtasis pedagógico y a manera de colofón, traduce al español Tao-té-King .[26]

Todo el tesoro de su inteligencia lo encerró en su obra titulada Tao-té-King. King significa que el libro es clásico: Tao y Té son las palabras por las que empiezan las dos partes de que consta su tratado y que, como sucede con el Pentateuco, le han servido para el nombre. Ambos títulos reunidos quieren decir Libro de la razón suprema y de la virtud. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 109)

Acto seguido, confronta al reformador Kun-futseu[27] con el meditabundo Lao-tseu. Mientras aquél aboga por «restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 111), éste elige la soledad, el retiro y la no intervención. Enrique Gaspar condena la abulia frente a la crisis y acusa a los tao-ssé, adeptos degenerados del taoísmo, de haber pervertido la doctrina de Lao-tseu, cuya palabra desfiguraron con oscurantismo y «mágicas ficciones» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 114).[28] Obsérvese que los argumentos con los que encarece el confucionismo y abarata el taoísmo denotan un clasismo y un elitismo integrales: gentuza ignorante, embaucadora y perezosa desvirtuó la metafísica de Lao-tseu; mientras que la moral de Confucio, favorecida por los emperadores, fundó una escuela de letrados.

Enrique Gaspar conocía grosso modo la historia de China y en un alarde de erudición sinológica relata el juego del gato y el ratón entre confucionistas y taoístas, la Rebelión de los Turbantes Amarillos y el episodio en que los tao-ssé casi persuaden al crédulo emperador Wu[29] de haber despejado el enigma de la inmortalidad. Empero, su somera visión del taoísmo, sin ir más lejos, indirecta y con evidentes lagunas, no resiste una mínima inspección. La omisión de Zhuangzi,[30] cuya impronta está a la par y a la altura de la de Laozi, pone en jaque (si no desbarata) su ponencia.

De lado este defecto, es innegable que China lo fascinó, y esa fascinación no sólo le suscitó la idea (insatisfecha) de traducir el Quijote al chino, sino que se plasmó tanto en Viaje a China como en El anacronópete. Enrique Gaspar, no contento con haber viajado a la China de su tiempo, emprendió por fábula un viaje a la China del siglo III en una máquina de retroceder en el tiempo.

Ambos viajes literarios, el fingido y el real, se fundamentan en la cultura sinológica de Enrique Gaspar, quien conocía China in situ, pero también a través de lo leído sobre historia, religiones y pensamiento chinos. Difícil de tasar es su grado de conocimiento del idioma. El anacronópete y Viaje a China acopian vocabulario chino, aunque no siempre acompañado de traducción o clarificando su significado. En Macao y Hong Kong pudo comunicarse en portugués e inglés, mas la curiosidad, el entusiasmo por lo exótico y la poliglotía hubieron al menos de iniciarlo en una o varias de las lenguas sínicas autóctonas.

5 El primer viaje a China en una máquina del tiempo

Los anacronóbatas asisten a momentos históricos memorables, a cuál más convulso: la batalla de Tetuán en 1860, la caída del emirato nazarí de Granada en 1492, el naufragio de Pompeya en el mar de lava del Vesubio, el Diluvio Universal, etcétera. Entre tales lances se destaca uno: la China del siglo III, ocaso de la dinastía Han y albor de los Reinos Combatientes. Es el único destino prefijado antes de zarpar. A ningún otro tiempo o lugar consagra El anacronópete tantas páginas.

Un secreto como el de la vida eterna no podía adquirirse sino en China. El viaje al Celeste Imperio obceca a Benjamín, codicioso a toda costa de la inmortalidad. Es probable que este personaje fuese, si no su alter ego o trasunto suyo, el anacronóbata con quien más o mejor se identificó Enrique Gaspar. Benjamín es arqueólogo, paleógrafo y políglota, habla hebreo, sánscrito y chino, idioma este último en el que incluso sueña; a lo largo de la novela traduce nudos y otras varias escrituras, y sirve a sus compañeros de intérprete al interactuar con hablantes de otras lenguas. La inscripción en chino que descifra en la ajorca del tobillo de una momia echa a rodar el cuento.

Yo soy la esposa del emperador Hien-ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 36)

Don Sindulfo compra la momia ipso facto y corren de vuelta a casa con los ojos haciéndoles chiribitas y una idea germinal: construir una máquina de retrogradación en el tiempo para viajar a la China del siglo III y hacerse inmortales.

El anacronópete aterriza en China en el 220, año funesto para la dinastía Han y fausto para el reino de Ouei.[31] Esa fecha coyuntural brinda a Enrique Gaspar un fondo de ficción esotérica (durante la dinastía Han el confucionismo había absorbido las teorías del yin y el yang y de los cinco elementos)[32] idónea para enmarcar la expedición de los anacronóbatas en pos de la vida eterna y el primer viaje a China en una máquina del tiempo. La descripción de la corte imperial china calca el exotismo de los palacios de Las mil y una noches y acusa la misma hipérbole, suntuosidad, pompa y maravilla de los libros de viajes: mármoles, gemas, tibores, doncellas y lujo en profusión. A la hora de exponer la cortesía y el ceremonial de los chinos, Enrique Gaspar cita a Cantú y parafrasea a «sinólogos» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 126) cuyos nombres no consigna.[33] Por otra parte, la pugna entre China y Occidente, que personifican Hien-ti y Benjamín con un intercambio de objetos, suspende a los anacronóbatas y les aplica (sobre todo a Benjamín) una cura rotunda de humildad. Con la derrota sin paliativos de Benjamín, no sólo se reafirma la tesis declinista de El anacronópete: todo tiempo pasado fue mejor, sino que se pone en solfa la creencia en la supremacía occidental y el eurocentrismo, muy extendidos en época de Enrique Gaspar y aún hoy día.

Benjamín media entre los anacronóbatas y los chinos (el lector aquí deberá conceder que la lengua china del siglo III se condice con la que Benjamín ha aprendido en el siglo XIX) y declara sin ambages quiénes son: «habitantes de la región occidental», de dónde (es decir, cuándo) y a qué han venido: «para inquirir el principio de la inmortalidad predicado por los Tao-ssé» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 130). Hien-ti y su valido Tsao-pi,[34] hijo del prócer Tsao-tsao,[35] juzgan a los anacronóbatas sectarios taoístas; mas como el emperador, «hombre corrompido, de condición viciosa» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 125),[36] llamea de lúbrico entusiasmo por Clara, resuelven deshacerse solamente de don Sindulfo y Benjamín. Una vez ejecutados el inventor y el políglota, Hien-ti desposará a la muchacha y la hará su concubina.

La momia de la ajorca es la emperatriz Sun-ché (o Sun-che o Sunché),[37] a quien Hien-ti había emparedado viva después de sorprenderla en tratos con los tao-ssé. Retrotraída hasta ese instante, el de su momificación, sin el aislamiento que procura el fluido García, Sun-ché resucita y sale del sarcófago. Luis y los húsares, dados por muertos capítulos atrás, reaparecen a tiempo para cambiar la historia y acabar con Hien-ti a flechazos y al grito de «¡Viva España!» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 158). Es aquí donde la zarzuela alcanza su apogeo: de vuelta al anacronópete, Sun-ché se ha unido a la expedición, olvidándose de la rebelión que acaudillaba, presa de amor por don Sindulfo, con quien ya se imagina compartiendo el trono de Fo-hi.

–Partamos, que ya libres del monstruo, la que fue dueña de un imperio podrá abandonarse a la irresistible atracción que por ti siente y tendrá orgullo en llamarse tu esclava. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 158)

Sun-ché informa a Benjamín de que el secreto de la inmortalidad yace en Pompeya bajo una estatua. Retroceden hasta la ciudad del Vesubio, horas antes de su erupción, y exhuman de debajo de la estatua de Nerón la supuesta fórmula de la inmortalidad, escrita en nudos.

La elección de China no es arbitraria. Al hecho de que Enrique Gaspar viviese allí debe añadirse que China para Occidente ha sido tradicionalmente el país de las maravillas, de los elixires, de las alfombras voladoras y de los dragones. Maravilló a viajeros portentosos como Ibn Battuta, inspiró versos a Rubén Darío y cuentos, sueños y bestiarios a Jorge Luis Borges; atesora objetos encantados.

Al fin de las ciudades de China se conservaba en una gruta un tesoro fabuloso. Y lo más maravilloso era que en dicho tesoro había una lámpara prodigiosa.[38] (Anónimo, 2000, p. 122)

6 La decepción

A partir del siglo XX, la ficción científica de los viajes en el tiempo reta la inteligencia con paradojas temporales. El anacronópete (tampoco La máquina del tiempo de Wells), ciertamente, no juega con tales paradojas; sin embargo, encierra una paradoja (tan fortuita como el laísmo de King-seng) sensacional: la novela parodia un género en ciernes, el de la ciencia ficción. El anacronópete, queriendo o sin querer, parodia los viajes en el tiempo y las máquinas fabricadas ad hoc con ese fin. He ahí que parodiante y parodiado convergen en un mismo plano: El anacronópete. Al ridiculizar un género que inaugura o preludia (el de los viajes en el tiempo a bordo de una máquina), la novela de Enrique Gaspar deviene en paródica caricaturización de sí misma. Toda parodia requiere (piénsese en el Quijote) algo preexistente, por lo común, solemne o grave, cuyos rasgos deforma y exagera con ánimo de burla. En El anacronópete, al no haberlo, la parodia da vueltas en círculo o en espiral hasta precipitarse convertida en autoparodia.

El anacronópete es (salvando el abismo) a la ciencia ficción lo que el Quijote a los libros de caballerías. Hasta las últimas consecuencias: así como don Quijote retorna a la razón, que es como despertar del sueño, don Sindulfo despierta del sueño para poner las cosas en orden, esto es, entrarlas en razón y ofrecer una explicación razonable de lo ocurrido. Ahora bien, la novela de Cervantes termina en alto; El anacronópete, por el contrario, arruina el no escaso crédito que había acumulado con un paño caliente vergonzoso.

Corrían los últimos años del siglo XIX y Enrique Gaspar, escarmentado por el fiasco de El anacronópete teatral, quizá se acobardase o cuando menos temiese una reacción adversa por parte de los lectores de su novela. Viajar al pasado, además de inverosímil, atentaba contra los usos de una sociedad tecnófoba y mojigata (Saiz Cidoncha, 1988). Tal vez por ello, para dotar el relato de pies y cabeza, culpase a Morfeo del embrollo. Fruto de un sueño no turbaría a nadie, o turbaría menos que asumir la probabilidad cabal del hecho.

Llegado el momento, el visionario pisa al frente, se distingue y abre paso. Enrique Gaspar recejó o se quedó en la fila y emplastó unas líneas nefandas para amortiguar la novela. El autor de El anacronópete fue consciente de haber dejado la obra in albis y cometido traición imperdonable al desguazar el anacronópete por bajeza o cobardía. De ahí la escritura sincopada, el tono contrito y derrotista, la falta de convicción de este emplasto final.

Y no obstante hay que reconocer que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de España se haya atrevido a tratar de deshacer el tiempo. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 227)

Para Hesles (2012), la impericia de Enrique Gaspar echó la novela a perder. Es poco plausible, acaso también ilógico. El fiat lux (fiat umbra más bien) en un teatro donde se representa La vuelta al mundo en ochenta días no obedece a ineptitud, sino a apocamiento. Sin ser un escritor extraordinario, Enrique Gaspar conocía el oficio. Antes de El anacronópete había escrito cumplidamente numerosas obras, juguetes cómicos, sátiras, zarzuelas, etcétera (Kirschenbaum, 1944): El piano parlante (1863), Las circunstancias (1867), La can-canomanía (1869), El estómago (1871), Atila (1876), La resurrección de Lázaro (1878), La lengua (1882), etcétera. No parece pues de recibo concluir que no supo zanjar o resolver la novela, sobre todo habiendo dejado escrito, párrafo arriba, un final magnífico, deslumbrador, donde ciencia y fe, Darwin y Dios, libran un pulso (o un baile) mayestático.

(…) Benjamín con la vista clavada en el telescopio asistía al desfile de la descomposición de la naturaleza. Ora, al cruzar la antigua Hélade, robaba sus secretos a la mitología apercibiéndose de que los cíclopes no eran más que los primeros explotadores de las minas bajando a las entrañas de la tierra con una linterna en la frente, convertida por los poetas en un ojo; ya al cortar los confines de Asia y de las Américas, sorprendía que los siberianos habían sido los pobladores de las regiones descubiertas por Colón, pues los veía atravesar en caravanas, lo que entonces era un istmo, abierto más tarde por las aguas para formar el estrecho de Behring; el Mediterráneo no existía; los Alpes eran una llanura; el desierto de Lybia un mar. Tras los hijos de Caín, aparecía el cadáver de Abel: después del Paraíso la Creación. (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 224)

Un fogonazo de luz formidable que no hace presagiar el indigno telón de oscuridad que acto seguido y a plomo horrorizará al lector actual: don Sindulfo «se había dormido y había soñado» (Gaspar y Rimbau, 2005, p. 226).

Referencias

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[1] La literatura en español, preponderantemente realista, apenas contiene «elementos maravillosos» (Menéndez Pidal, 1971, p. 94). Menéndez Pidal, sin estar del todo en lo cierto, no yerra del todo: en lo concerniente a la ciencia ficción, ni España ni Hispanoamérica han dado autores equiparables a Isaac Asimov, Stanislav Lem, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick o Ray Bradbury. Pese a ser la imaginación de un español la que fraguó la primera máquina para viajar en el tiempo, la ciencia ficción (no así otros subgéneros de la literatura fantástica) se ha cultivado en español menos que en otras lenguas (Saiz Cidoncha, 1988).

[2] Antes de La máquina del tiempo Wells había escrito en 1888 un cuento sobre un viaje de quince años atrás en el tiempo a bordo una máquina de retroceder en el tiempo: The Chronic Argonauts.

[3] La ciencia ficción en español propendió en sus inicios a las ucronías y a las distopías más que a los platillos volantes, los viajes intergalácticos, los robots o los extraterrestres. Díez & Moreno (2014) lo atribuyen al regeneracionismo finisecular y de principios del siglo XX, así como al atraso tecnocientífico de los países hispanohablantes. En posteriores etapas, la ciencia ficción en español importó conceptos como la hibernación, el teletransporte o el hiperespacio; curiosamente, la máquina del tiempo no reapareció en español hasta mediados del siglo XX, en la colección Futuro de José Mallorquí (Hesles, 2013).

[4] Emperador Xian de Han (漢獻帝). Enrique Gaspar transcribe Hien-ti, en vez de Hsien-ti, (en pinyin: Xiàn dì): Hien [sic] es el nombre (獻) y ti (帝), la dignidad de emperador.

[5] Singularidad cósmica no verificada que uniría dos puntos del espaciotiempo. Difiere del agujero negro en que tiene doble acceso: una entrada por donde podría salirse y una salida por donde podría entrarse (Hawking, 1988).

[6] Excusa decir que el tiempo no guarda relación con la dirección en la que rota la Tierra y que girar a la inversa del planeta, en sentido dextrógiro, para rebobinar el tiempo es únicamente realizable en la ficción. Uribe (1997) recuerda que Superman, en la primera película de Richard Donner (1978), utiliza una técnica análoga a la del anacronópete para retroceder en el tiempo: vuela a la velocidad de la luz alrededor de la Tierra. Tanto Richard Donner como Superman obviaron que un objeto con masa no puede moverse a la velocidad de la luz.

[7] Los personajes de El anacronópete transpiran zarzuela: dos cantantes protagonistas (don Sindulfo y Clara), un dúo cómico (Benjamín y Juanita), un coro masculino (los diecisiete húsares españoles), un coro femenino (las doce meretrices francesas), un gobernante o sátrapa (Hien-ti), un privado repulido (Tsao-pi), un militar díscolo y seductor de criadas (Pendencia), etcétera.

[8] Repárese en que don Sindulfo y Benjamín remedan quijotescamente (o deformados por los espejos del callejón del Gato) a los protagonistas de La vuelta al mundo en ochenta días, Phileas Fogg y Passpartout.

[9] La emperatriz Sunché ama a don Sindulfo porque es la reencarnación de Mamerta. El ardor con el que lo hace evoca y bufonea el mito platónico: las dos humanas mitades que Zeus escindió, al reencontrarse, «se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con ardor tal que, abrazadas, perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra» (El banquete, p. 32). Esta anécdota introduce una de las materias predilectas de Enrique Gaspar: la metempsícosis, a cuyos misterios dedicó el cuento La metempsícosis. A caballo entre la chanza y la aporía, alguien que muere en el siglo XIX se reencarna en alguien que nace en el siglo III. Enrique Gaspar no previó los efectos paradójicos de reencarnar a Mamerta en Sunché o previéndolos le hicieron gracia y decidió seguir adelante con el chiste. Por supuesto, cabe otra solución: interponer el recurso de la navaja de Occam y revocar la aporía, a fin de cuentas Sunché renace (al retroceder en el tiempo) tanto antes como después de que Mamerta haya fallecido.

[10] A diferencia de los acometidos en El anacronópete y La máquina del tiempo, estos viajes suelen ser accidentales o inconscientes: el viajero descubre el salto temporal a posteriori y con sorpresa.

[11] Suvin (1984, p. 26) define la ciencia ficción como literatura del «extrañamiento cognitivo»; pero este rasgo, el extrañamiento cognitivo, afín al sentimiento de lo fantástico de Julio Cortázar (1984, 2013), no delimita lo suficiente ni es definitorio de nada. Toda la literatura fantástica (no sólo la ciencia ficción) y otros géneros, subgéneros y corrientes literarios como el realismo mágico, la poesía surrealista o el teatro del absurdo concitan extrañeza y desconcierto cognitivos en la medida en que colocan al lector ante «lo sobrenatural, pero no como evasión, sino, muy al contrario, para interrogarlo y hacerle perder la seguridad frente al mundo real» (Roas, 2001, p. 8).

[12] Pues no se detalla su composición química, la naturaleza del fluido García vacila entre el adminículo tecnológico y el elixir mágico.

[13] Mientras H. G. Wells cimentó el género con obras maestras como La Isla del Doctor Moreau (1896), La guerra de los mundos (1898) o Los primeros hombres en la luna (1901), el paso de Enrique Gaspar por la ciencia ficción es testimonial, de una sola obra. Debido a tan dilatada y exitosa trayectoria, Wells puso su epónimo en la Luna: el astroblema lunar H. G. Wells.

[14] Por pedantería o, dada la bufa comicidad de la obra, en busca del disparate máximo.

[15] Anacronópete plantea un enigma que resolver. Consciente de la dificultad del acertijo, Enrique Gaspar desliza la etimología del grecismo:

«El Anacronópete, que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Ana, que significa hacia atrás; crono, el tiempo, y petes, el que vuela, justificando así su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra -si tiene con qué aquel día- y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América». (Gaspar y Rimbau, 2005,p. 26)

[16] El término lo creó John Wood Campbell para el cuento de ciencia ficción Islands of Space, publicado en la revista Astounding Stories of Super-Science en 1931 (Tuck, 1974; Stableford, 2006).

[17] Hoy el chino mandarín dispone de varios métodos regulados de transcripción fonética: zhùyīn fúhào (注音符號) o signos de anotación fonética, hànyǔ pīnyīn (漢語拼音) o deletreo de los sonidos de la lengua de los Han, etcétera. El hànyǔ pīnyīn, adoptado por la Organización Internacional de Normalización (ISO) como sistema de romanización del chino, se inventó en la década de 1950; el sistema Wade-Giles, creado a mediados del siglo XIX por el sinólogo Thomas Francis Wade y perfeccionado pocos años después por otro sinólogo, Herbert Allen Giles, no se difundió hasta el siglo XX. Enrique Gaspar transcribía por intuición el chino que oía, reproducía las libérrimas transcripciones de los libros que leía o lo romanizaba siguiendo el peh-oe-ji (白話字 ‘escritura vernácula’) o algún otro sistema desarrollado por los misioneros europeos para las lenguas y los dialectos sínicos sureños. A juzgar por sus transliteraciones, no siempre coherentes con la fonología del chino mandarín, parecen mezclársele diversas lenguas sínicas: el mandarín, el cantonés y acaso el hakka.

[18] Tales interpolaciones eruditas, verdaderamente, retardan la acción y socavan el relato; no obstante, dada la heterodoxia de la novela, no disuenan del todo. Al susodicho acento de zarzuela ha de sumarse la llamativa conjugación de dos literaturas: la de ciencia ficción (el viaje atrás en el tiempo a bordo del anacronópete) y la de viajes (el viaje de los anacronóbatas a China).

[19] Libro de viajes aún más desconocido que El anacronópete. Ni siquiera figura (El anacronópete tampoco) en los actuales estudios sobre referencias chinas en la literatura española e hispanoamericana. Futuros compendios e investigaciones deberían reparar esta falta, pues El anacronópete y sobre todo Viaje a China superan en referencias chinas a la mayoría de obras inventariadas en Bayo (2013), Balcells (2018), etcétera.

[20] Más azaroso que vocacional, su oficio diplomático lo llevó de aquí para allá, de Francia a Grecia, hasta recalar en China en 1878. Con todo, Enrique Gaspar no fue cónsul en la China de los Qing, sino en Macao y Hong Kong, colonias entonces portuguesa (Macao) y británica (Hong Kong). Fue en Macao donde en 1881 escribió la zarzuela fallida El anacronópete (Uribe, 1997).

[21] Laozi, Lao-tse o Laocio (老子), pretenso autor del Dàodé jīng (道德經) y creador de la escuela taoísta. Enrique Gaspar lo llama «gran metafísico de la China» Gaspar y Rimbau, 2005, p. 108).

[22] Mengzi o Mencio (孟子). Egregio discípulo de la escuela confucionista.

[23] Yì jīng, I Ching o I King (易經) o Libro de las mutaciones. Libro oracular, uno de los Cinco Clásicos del canon confucionista, junto con Shūjīng (書經) o Libro de la historia, Shījīng (詩經) o Clásico de la poesía, Lǐjīng (禮經) o Libro de los ritos y Chūnqiū (春秋) o Anales de primavera y otoño.

[24] Fuxi (伏羲), gobernador serpentiforme de la antigua China. Se le atribuye la invención de los sinogramas.

[25] Las abundantes referencias bíblicas y cristianas en una obra de ciencia ficción como El anacronópete extrañan sobremanera, máxime si se examinan a la luz del darwinismo que profesaba Enrique Gaspar (Ayala, 1996) y su adhesión a las principales tesis científicas entonces en boga. Tal contradicción no traerá contrasentido siempre que tales referencias se entiendan como citas sapientes o efusiones cultas. Las humanidades tanto como las ciencias graduaban la sofisticación, la distinción y la ilustración (cualidades encomiadas en la época por todo europeo de alta posición social) de un hombre. Un polímata adonado con esos atributos debía (i) conocer los últimos avances científicos y (ii) versarse en historia, mitología, literatura, etcétera, de la propia tradición, y aún de otras tradiciones.

[26] Dàodé jīng o Tao Te Ching (道德經), texto fundacional del taoísmo ontológico.

[27] Confucio (孔子), insigne y crucial pensador chino del siglo VI a. e. c. Fundador de la escuela confucionista.

[28] El parangón que establece Enrique Gaspar entre el taoísmo y el cristianismo, aunado a su anticlericalismo, permiten sospechar que las acusaciones a los tao-ssé iban también (o en realidad) dirigidas contra la Iglesia.

[29] Emperador Wu de Han (漢武帝). Séptimo emperador de la dinastía Han, famoso por su afección a las ciencias ocultas, la alquimia taoísta, las pociones mágicas y las artes adivinatorias, así como por sus frecuentes visitas a la Reina Madre del Oeste (西王母), uno de los espíritus inmortales de la mitología china, comúnmente representada bajo apariencia humana (pero con fauces de tigre y cola de leopardo) y en compañía de un pájaro azul, un tigre blanco, un zorro de nueve colas y una liebre. La Reina Madre del Oeste conocía la ubicación de las hierbas de la inmortalidad.

[30] Zhuangzi, Chuang Tzu o Chuang Tse (莊子), maestro taoísta y base del taoísmo epistemológico.

[31] Reino de Wei (曹魏), unas de las dinastías chinas de los Tres Reinos (三國).

[32] Agua (水), tierra (土), fuego (火), metal (金) y madera (木).

[33] Se refiere al historiador Cesare Cantú. El anacronópete es una de las primeras obras de ficción que recoge el tecnicismo sinólogo.

[34] Cao Pi (曹丕), fundador de la dinastía Wei.

[35] Cao Cao (曹操), último primer ministro de la dinastía Han, estratega legendario y figura primordial en el lapso histórico de los Tres Reinos.

[36] Ante la falta de datos históricos que refrenden la depravación del emperador, cabe suponer que la descripción de Enrique Gaspar responde a un fin utilitario: la creación de un personaje vil y caricaturesco que despierte las antipatías del público (de la zarzuela) y de los lectores (de la novela).

[37] En la novela aparece escrito el nombre de la emperatriz de estas tres maneras. Tal inconsistencia parece sugerir el carácter ficticio del personaje.

[38] También para los árabes China era fuente de fascinaciones, tanto que el objeto más fabuloso que fabricó su imaginación, la lámpara mágica de Aladino, se escondía en el interior de una de sus cuevas.

× Footnote:
[July 16, 2018
accepted January 22, 2019]

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